lunes, 27 de abril de 2020

Crónica 46ª. El virus que deseaba un mundo mas cooperativo

Sucedió en China, pero hubiera podido ocurrir en cualquier parte. De repente, como siempre suceden las eventualidades microscópicas que a nuestro entendimiento macroscópico escapan, un virus surge sin previsión. Para ser una situación capaz de producir el apocalipsis según muchos expertos, tan cierto como que todos los estados le dedican unas cuantas líneas en sus políticas y planes de emergencia, la reacción es lenta, tardía e insuficiente. No conviene olvidar que quienes han de reaccionar a estas circunstancias extraordinarias no son los ciudadanos, que disponen de una inercia intensa contra todo aquello que venga a modificar el status quo. Han de reaccionar los expertos independientes que configuran los equipos de emergencia y que informan a los gobiernos para que tomen decisiones. Hablamos de un virus (tampoco hay mucho más ahí fuera), pero es algo análogo a las amenazas terroristas o climáticas. Los gobiernos implementan soluciones con independencia del malestar que puedan originar en la ciudadanía, siempre en aras del bien común. Uno de los problemas más graves es el de la sobrerreacción, capaz de originar tanto desastres como escepticismos: una circunstancia con la que la OMS se encuentra muy familiarizada porque acostumbra a reaccionar ante cada una nueva modalidad de gripe alertando de los millones de personas que pueden fallecer en el planeta. Algo así (millones de muertos) sucedió en 1918 y en 1957, no ha vuelto a suceder nunca más, ni en el caso de la gripe A, ni tampoco en este más grave de la Covid-19.

La cuestión es que, en lugar de identificar rápidamente el patógeno, cerrar las fronteras, lanzar una campaña intensiva para erradicar el virus y asegurarse de que los infectados no abandonen el país, China respondió tibiamente y con el acostumbrado cierre ideológico, persiguiendo a los médicos que alertaban de lo que estaba sucediendo (que es su obligación) y mostrando más inquietud por la imagen que pudieran transmitir que por contener al patógeno. La humanidad se hubiese salvado si China hubiese actuado correctamente. Es un país donde viven 1.400 millones de personas y que cuenta con comunicación continua con el resto del planeta. Casi todos los escenarios de riesgo epidémico definidos por la OMS y otros organismos pasan por el gigante asiático. Si hay un lugar donde los protocolos de emergencia sanitaria han de ser tan precisos como una sala blanca de microtecnología, ese lugar es China. Los países circundantes, como Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong o Singapur, por su proximidad con Pekín, están obligados a disponer de similares medidas de contención patógena y ser capaces de identificar rápidamente a las personas infectadas, rastrear a las personas potencialmente infectadas por contacto con los primeros, comprobar cada uno de los casos y confinar a los portadores del virus hasta detener por completo su propagación. Análisis, rastreo, aislamiento: la clave de la salvación.

La realidad es que el SARS-COV-2 escapó no solo de las intervenciones de la salud pública del gobierno chino, sino también de la red de la información veraz y precisa debido a la maldita obstinación de los políticos por minimizar todo aquello negativo que pase dentro de sus fronteras. Por todo ello se extendió hacia todo el planeta. Mientras el resto de gobiernos buscaban respuestas, o tal vez preguntas para decidir a favor o en contra de una situación de emergencia que, por la información proveniente de China, no acababa de parecer alarmante, el virus avanzó silenciosamente por la población mundial, infectando, hospitalizando y matando a la gente. El virus es peligroso porque se propaga como un resfriado o una gripe, incluso a través de personas asintomáticas, y obliga a hospitalizar a una proporción no despreciable de los infectados (en torno al 5%). De entre los hospitalizados, el 30% acabará en cuidados intensivos y alrededor del 1% morirá, especialmente los mayores de 65 años. Se desconoce el porcentaje de población que ha estado expuesta al virus debido a la ausencia de pruebas confiables de anticuerpos.

Si nos encontramos ante una amenaza planetaria, lo lógico y razonable es que los gobiernos de todo el mundo fuesen capaces de acordar, juntos, un plan de erradicación del virus. Pensar globalmente, actuar localmente. Sin embargo, lo que se está observando son muchas reticencias por parte de los países a cooperar entre sí y nos encontramos en un estadio muy avanzado de la situación como para pensar que ahora mismo proceda ese tipo de colaboración.

Con toda la maquinaria médica y farmacológica trabajando a destajo en encontrar un tratamiento adecuado y una vacuna que provea de la tan deseada inmunidad de grupo, es factible pensar que lo países impondrán durante todo 2020, y una parte de 2021, medidas especiales para ralentizar la propagación del virus. La primera oleada ha pillado a muchas naciones sin capacidad sanitaria suficiente para tratar a los infectados. Ahora mismo es una incógnita determinar cuántas muertes hubieran podido evitarse en caso de disponer de algo mejor que las escleróticas capacidades sanitarias de España, Italia o Bélgica. El hecho de que en estos países el número de muertos por millón de habitantes sea mucho mayor que en el resto, prueba en gran medida que llevan muchas décadas sacando pecho por nada. Por descontado, las medidas especiales antes aludidas pasan por el confinamiento de la población bajo ciertas condiciones, algo que supone enormes costos económicos y sociales. Desempleo masivo, aumento de la pobreza y descontento generalizado son solo algunas de las consecuencias. En muchos países las personas morirán por las consecuencias del bloqueo y no por el virus.

Algo en lo que todos los países parecen estar de acuerdo es en la necesidad de efectuar pruebas masivas para identificar a los portadores del virus y rastrear a los posibles contagiados. Sin embargo, en ausencia de colaboración eficaz a nivel planetario, dada la enormidad de recursos que involucra, esta planificación a gran escala no parece efectiva. Y en este sentido, casi resulta más lógico trabajar en arreglar la situación actual y, al mismo tiempo, progresar en la prevención de la Covid-19. Algunos desbarres de protagonistas tan lenguaraces como el inefable Donald Trump y su recomendación de ingerir desinfectantes, muy en el fondo van por ahí: lo de beber lejía es una demostración del popular dicho "oyen campanas repicar y no saben dónde".

El equilibrio entre salud pública, economía y sociedad es frágil. Nunca más que ahora los gobiernos son tan dependientes entre sí y, sin embargo, abundan las rencillas, insolidaridades y suspicacias , como las protagonizadas por los Estados de la Unión Europea, que en teoría disponen de suficiente burocracia e infraestructura para trabajar unidos. Una de las batallas (ahora que gusta tanto equiparar al virus como a un enemigo bélico) está en desarrollar con rapidez las herramientas farmacológicas necesarias para tratar el virus (vacunas, antivirales, diagnósticos) y fabricarlas en dosis suficientes. Esta es una cuestión estrictamente técnica, primero, y de fabricación y comercialización, después, para la que el mundo se encuentra suficientemente capaz, aunque se tarde más de lo deseado. La segunda batalla es local, en sentido estricto, y la dirimen o dirimirán los gobiernos ante sus ciudadanos, muy cómodos los primeros a la hora de actuar como dictadores durante la emergencia, por cuanto sería indeseable un retroceso en lo concerniente a garantías, libertades y derechos de los segundos. La última batalla es la económica, y de nuevo va a requerir que se alcancen acuerdos a nivel planetario. Ahora mismo todas las voces son negativas, lo que demuestra el agrado que sienten los economistas y expertos monetarios en pronosticar el apocalipsis, no en urdir estrategias para librarnos de él.

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