martes, 7 de abril de 2020

Crónica 20ª. El virus que pudo reconducir la economía

También existe una pirámide de tipo demográfico para las empresas. En su base se encuentran los autónomos, las microempresas y las pequeñas empresas. Algunas de estas pequeñas empresas despuntan hacia los peldaños superiores, donde se encuentran las empresas medianas. Por supuesto, la anchura de la pirámide es cada vez más estrecha. En la parte superior se encuentran las grandes empresas. 

En España ha dejado de existir el comercio minorista, cada vez más extinto. Los que consiguen ahorrar algún dinero y deciden montar un negocio, suele poner un baro un pequeño restaurante. No hay demasiadas empresas que fabriquen mascarillas (no sirven los ejemplos de las que ahora se dedican a ello: es extraordinario) o respiradores. Tampoco que confeccionen ropa o fabriquen aparatos electrónicos. Toda esa carga productiva se derivó, hace tiempo, a lugares como China (o Bangladesh, o la India) porque resultaba más eficiente: es decir, más barato. Con el tiempo, nos hemos venido dotando de numerosas debilidades en áreas que, en estos tiempos infaustos del coronavirus, se han revelado como estratégicas. Sonroja leer los comentarios de tantos expertos, de tantos profesores de escuelas de negocio, que ayer recomendaban la deslocalización geográfica de las plantas de producción y hoy vienen con la monserga de que la crisis del coronavirus va a ser terrible porque España no es productiva o importa más que exporta. Sin opciones para devaluar la moneda (quizá el mayor lastre de pertenecer a la Unión Europea) y con escaso acceso a las fuentes de capital, las opciones son pocas.

Montar un bar no es sencillo, aunque lo parezca. Los márgenes son elevados, pero las cargas económicas son muy intensas: alquileres cada vez más altos, costes fijos cada vez más cuantiosos por parte de los proveedores, impuestos que no dejan de subir y un acceso muy complicado a las fuentes de financiación. Se les tiene por malos empresarios, poco productivos, sin capacidad de innovación, lejanos de la economía digital. Tanto para los partidos de derecha como de izquierda, los bares representan la realidad cutre del tejido productivo.

La economía occidental de las últimas décadas es, ciertamente, un asunto endiablado. Las grandes empresas han dejado de destinar el dinero que ingresan en su actividad (instalaciones, mano de obra, materiales) para destinarlo al dividendo de los accionistas y al pago de las deudas (capital). La externalización, la deslocalización geográfica, las reducciones de personal, son cuestiones que ejemplifican precisamente la necesidad que tienen las grandes empresas de reducir sus costes de actividad (y no precisamente por optimizar sus procesos desde un punto de vista operativo). Por este motivo observamos cómo los grandes sectores aparecen fuertemente concentrados: ¿alguien  ha paseado por el centro de una ciudad sin la sensación de que, salvo la arquitectura, todos los comercios sean siempre los mismos? Esta concentración, presente en todos los sectores, no solo en el de Zara o Primark, crea proveedores pequeños fuertemente subordinados. La mala calidad de los productos y servicios (todas las low cost) o las estafas hipotecarias de las "preferentes" son consecuencia de la necesidad de atender antes al inversor que al cliente. El cliente ya nunca tiene la razón y su satisfacción, como bien ponen de manifiesto todas las empresas de telefonía, es un asunto menor.

Son a estas empresas a las que los Estados quieren rescatar en la crisis del coronavirus que ya ha empezado y que se avecina muy intensa en un futuro inmediato.

Y al igual que sucede con las empresas, sucede con los Estados. Con una deuda pública elevadísima, solo el pago de los intereses que genera obliga a detraer cifras monstruosas de los presupuestos a esta obligación. Lo llamamos recortes y suponen no solamente una merma del estado del bienestar, también de la capacidad que dispone un país para apuntalar su economía cuando es necesario. Pero no se queda ahí. Como los Estados no suelen ser muy proclives a reducir sus descomunales costes fijos, necesitan recaudar cada vez más vía impuestos. Y como la globalización permite a muchas grandes evitar pagar impuestos (todas las tecnológicas) y disponer de mecanismos fiscales para pagar menos, al final los que han de hacerse cargo del incremento de las facturas son, somos, los de siempre.

Y los de siempre son los bares, las microempresas, los autónomos y muchas pymes. Los Estados no buscan cómo necesitar menos ingresos: siempre quieren más. Y esa presión se repercute hacia abajo porque de alguna manera hay que compensar lo que se pierde de ingresar en la parte alta de la pirámide demográfica empresarial. Al final, algo tan en apariencia sencillo como solicitar un crédito para comprar una furgoneta de reparto o dotarse de liquidez, obliga a una vida agobiante. Mientras tanto, el 1% de la capa superior de la sociedad ha visto incrementar su riqueza de forma sustancial.

El coronavirus ha devuelto al debate público cuestiones que se agotaron, por aburrimiento, con la anterior crisis: más productividad, más eficiencia, más contención del gasto... Va a ser complicado seguir la exigencia de equilibrio del presupuesto público. Lo vamos a pasar francamente mal si no se reacciona correctamente desde una Europa que, por su conformación, priva a los Estados de sus herramientas monetarias más sustanciales para resolver los problemas. Y en el ámbito de lo privado, de lo empresarial, parece nítido pensar que, como en lo público, no es sensato favorecer el coste del capital sobre el coste de actividad. Las clases medias y trabajadoras ya han hecho muchos esfuerzos para satisfacer el coste del capital. Se rescataron a los bancos, incluso se pagaron los bonus de quienes los llevaron a la quiebra, y se han rescatado a muchas grandes empresas que llevan a una vida de extenuación a sus proveedores. Hay que rescatar ahora a la clase media.


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