viernes, 18 de diciembre de 2020

Post Crónica 4: lo muy culpables que somos

El problema de colocar umbrales, esos niveles que alertan sobre lo mal (o bien) que van las cosas, estriba en su arbitrariedad. ¡Leñe!, me dirán, no es arbitrario señalar que por encima de 37,5 grados centígrados tenemos fiebre: ¿acaso quiere usted decirnos que deberíamos hablar de fiebre a partir de 39? No, no quiero decir eso. Pero sí lo siguiente: entre 37,5 y 37,4 hay una diferencia de 0,1 grados, que representa solo un 0,26% de diferencia, presumiblemente muy por debajo del error de la mayoría de termómetros que tenemos en casa. Cuando Sanidad colocó el umbral del colesterol "malo" en 200 mg/dL en lugar de 240 mg/dL, de la noche a la mañana en España había 8 millones de enfermos más de colesterol (menudo negocio para las farmacéuticas). 

La OMS establece como límite de control de la pandemia el umbral de 100 contagios por cien mil habitantes. En España, desde el pasado mes de agosto, la tasa es superior a dicho umbral. En algunos meses, incluso muy superior: terriblemente superior. Las razones del subidón eran claras. Una vez que se nos permitía salir de casa y relacionarnos los unos con los otros, como yo os he relacionado, el virus campante seguiría infectando a un ritmo feliz ante la felicidad de mundo que había creído los mensajes del Gobierno: el virus ha sido derrotado. Y no. Simplemente se había reducido la tasa de contagio. 

Las consecuencias de los contagios han sido miles de veces explicadas: aumentan los enfermos (pero no enferman todos los contagiados), aumentan los ingresos hospitalarios (pero no todos los enfermos necesitan ingresar en un hospital), aumentan los ingresos en UCIs (pero no todos los hospitalizados acaban en la UCI) y aumentan las muertes (pero no todos los contagios acaban en muerte). Controlar las infecciones es una manera efectiva de cortar el encadenamiento de sucesos: pero no lo impide. Y hay diversas maneras de efectuar dicho control: una es meternos a todos en casa, pero ya sabemos lo que eso significa (pobreza, paro, ERTEs, EREs, miseria, colas en Cáritas, etc.). Otra es aumentar los mecanismos de rastreo y mejorar la rapidez del diagnóstico (rastreadores, PCRs). La tercera pasa por mejorar los sistemas hospitalarios, pero seguramente sea la reacción más costosa en tiempo y dinero. Y tiempo es lo que escasea más (dinero también, pero porque el mucho que tenemos lo empleamos en cuestiones estériles).

Sin embargo, todo ello, que corresponde a las responsabilidades de los gobiernos, precisa de dos cosas: tiempo para que dé resultado y un comportamiento predecible de la pandemia. El coronavirus es un tremendo enemigo, no porque mate mucho y bien, porque mata poco y mal en comparación con otros virus verdaderamente terribles, sino porque se ceba con las personas de una manera errática y la infección plantea numerosos modus operandi. Por tanto, se trata de un virus al que los gobiernos no pueden poner freno, y mucho me temo que ni siquiera las apresuradas vacunas (muy innovadoras, no se había probado lo de tratar de confundir al cuerpo inoculando ARNs parecidos al del virus, ya veremos cómo sale el asunto) pondrán coto con la urgencia que todos ya celebran. Y si los gobiernos no pueden impedir ni los contagios ni las muertes, y lo que ponen en liza para frenar o paliar la pandemia es insuficiente (cosa razonable en un planeta con siete mil millones de personas viviendo en él), ¿qué pueden hacer? El ejercicio de la propaganda.

La propaganda empieza por decir que los culpables de que haya infectados y muertes somos nosotros. Primero culparon a los jóvenes y los botellones de su fracaso. Ahora dispararan contra los puentes (pese a impedir la movilidad territorial) y la Navidad. Aún no hemos cerrado la segunda ola y ya estamos enfrentando el temor de la tercera. Por cierto, si no se han percatado, el virus no ha venido por oleadas: él ya estaba ahí. Han sido los contagios los que han seguido, fielmente, el patrón de las restricciones de movilidad. La cuestión es que el virus no afecte a la imagen del Ejecutivo. Y nada mejor que atribuir a los imprudentes ciudadanos la responsabilidad de que lo peor acabe sucediendo. Cuando las infecciones bajan, las causas son las buenas políticas gubernamentales (salvo en Madrid, que es por la suerte). Cuando suben, porque somos imprudentes e inconscientes. 

Desde enero, o marzo, nos estamos dejando llevar por el miedo en todo lo que refiere al virus. Es posible que la relación que tenemos con la muerte haya variado tanto en cien años que nos hemos acostumbrado a que uno solo se puede morir de pronto, como los andaluces. Es en ese miedo donde se justifican estupideces como la de un informe infame del Max Planck alemán diciendo que las navidades aumentan en un 59% el riesgo de contagio. Qué ganas tienen algunos científicos de enredarse en las mendacidades propagandísticas de los gobiernos.