domingo, 19 de abril de 2020

Crónica 36ª. El virus que no tenía fe en los escritores

«La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma» Antonio Muñoz Molina

Para vivir conforme a una convicción no es preciso efectuar ni un despliegue de hechos ni una confrontación de sus consecuencias. Las opiniones que mantengamos a lo largo de la vida son variables, no una niebla espesa maniatadora donde resulte imposible barruntar algo mínimamente digno y conectado a la realidad. Seguramente el empeño que muestran autores como el aquí citado, quien gusta de aparecer opinando en los medios de comunicación, acarrea, más pronto que tarde, ese torbellino burbujeante del que habla. Es, por tanto, el exceso, cuando no la condición de lego en la materia, una en la que repente todos nos hemos vuelto expertos. De ahí a la construcción de ese universo personal, solo media unos pocos pasos. Para él, como para todos. Es lo que tiene vivir zambullido en la realidad, pero sin dedicar tiempo a observarla desde la distancia. En puridad, el autor refleja cómo la sociedad ha inventado un nuevo conjunto de mitos y supersticiones para explicar el mundo en el que vive: unas veces se denomina ideología, otras simplemente analfabetismo funcional. Por fortuna, los hechos siguen ahí, sucediendo, almacenándose en las hemerotecas y en los libros, para que cualquiera pueda visitar su aparente frialdad y alcanzar con ello deducciones válidas, que son sin lugar a dudas más cálidas. Escritores u opinadores, los hay que vuelven una y otra vez a los hechos para constatar que siguen viviendo donde creían o retornar adonde deben. Pero no son los de más fama, nos tememos. Por tanto, en lo arriba mencionado cabe interpretar arrepentimiento, entremezclado con una más que habitual maestría en el discurso. 



«Soy de naturaleza optimista y tengo la enorme suerte de remontar rápidamente el ánimo, cuando las garras del pesimismo intentan atraparme, pero la nostalgia es un sentimiento resiliente, difícil de neutralizar, porque se acomoda en una tristeza suave que otorga algo de felicidad. A veces la tristeza puede ser bella, incluso agradable. Pero también puede desbocarse, porque todo momento triste tiene su demonio agazapado, preparado para atraparnos, de manera que pongo el freno racional al galope emocional, y lentamente todo vuelve a su punto de equilibrio» Pilar Rahola 

La mención artificiosa de obviedades y trivialidades de todo tipo es buen recurso a la hora de llenar páginas, especialmente en quienes, teniéndose por intelectuales, convierten sus opiniones en una salmodia constante de banalidades e ideología. Eso sí, siempre desde el equilibrio, desde la ataraxia, desde la paz interior de corte budista, tan psicosomática. No son pocos quienes, desde Schopenhauer, observan en Oriente la voz de una sabiduría esencial, no contaminada por el falso progreso de la modernidad europea. Será que poco han viajado a Oriente. El caso es que, tarde o temprano, como viene sucediendo desde hace más de un siglo, la sabiduría oriental transmitida a través de la vedānta o el budismo, hace acto de presencia, lo cual sucede por el profundo desconocimiento del potente pensamiento occidental. Pero en el caso del Buda mítico, los escritores olvidan con frecuencia que este rompe con el mundo cuando descubre el absurdo de la existencia humana y, así, poder hallar un camino absoluto de liberación. No tenemos constancia de que ninguno de los escritores de citas budistas, como el texto de la autora aquí ejemplificada, hayan renunciado jamás a la vida mundana, como se puede comprobar en las autobiografías que ellos mismos redactan en Wikipedia. Y ante tan flagrante incoherencia, no podemos sino inclinarnos a pensar que todo lo arriba escrito por la escritora, en tono ampuloso y grandilocuente, no es sino basura intrascendente con la que rellenar un espacio al que está obligada por contrato.



«Por eso, por esa enloquecedora falta de fiabilidad de los deseos, por su infinita capacidad para herirnos de una manera u otra, es por lo que algunas religiones y filosofías orientales preconizan su rechazo. No desear y así no sufrir. Pero los occidentales pensamos que el deseo es el motor de la vida, y que la paz que puedes alcanzar al prescindir de él se parece demasiado a la tranquilidad de un cementerio. Tal vez el quid de la cuestión consista en desear dentro de nuestro horizonte. Desear lo que podemos razonablemente obtener, lo que podemos abarcar. Disfrutar del hoy y del aquí, de los pequeños gozos (…). O sea, conseguir esa especie de tautología emocional que consiste en aprender a desear lo que uno tiene». Rosa Montero 

He de confesar que al leer lo de la "tautología emocional" casi me caigo del asiento, logrando lo que el "tranquilo cementerio" aún no había conseguido. Partiendo de una afirmación tan incorrecta como desconcertante ("falta de fiabilidad de los deseos": ¿alguien sabe lo que esto significa?), lejana con lo que las simplonas filosofías orientales preconizan, porque en ellas el equilibrio no es la meta sino el punto de partida, la autora plantea una solución admirable al supuesto sufrimiento que arrastramos en nuestro mundo occidental: cuidado con lo que deseas, no labres inabordables expectativas en tus ya atribuladas meninges. El "hoy" y el "aquí" han de ser forzosamente sencillos, porque sí, porque la complejidad impide el desarrollo equilibrado dela persona, y han de contener lo estrictamente limitado. Solo son válidos unos pequeños placeres, esos que tanto gozo produce descubrir porque, para mayor contrariedad, nos hemos olvidado de desearlos. Todos nacemos con los mismos cueros desnudos: ¿en qué momento de la vida equivocamos el camino y nos adentramos en la oscura senda de los deseos supinos?  Es evidente que la escritora, que se define a sí misma como atea, y en cuya existencia acuña posesiones suficientes para no poder ser descrita como sencilla, jamás debió estudiar a Epicuro a la vista de lo que pergeña por escrito, se encuentra muy próxima al monasticismo ortodoxo aun sin saberlo. Qué ganas tienen muchos de iluminarnos a los demás en nuestras vidas...



«Nos desconcierta que la ciencia no sea monolítica. Los no creyentes corremos el riesgo de esperar de la ciencia un sustituto perfecto del Dios de los que sí creen: respuestas únicas, claras y sobre todo infalibles. Sabemos que no es así, pero no nos lo planteamos hasta que nos toca. Y ahora nos toca a todos a la vez y en circunstancias bien dramáticas». Pepa Bueno

Es lugar común pensar que la ciencia es un conjunto de creencias capaces de sustituir a la religión o la fe. Algo me debí perder cuando cursaba la carrera y el doctorado. Ignoro si es producto de la ignorancia, de la incultura o de una visión mítica de los postulados científicos, tan cambiantes y tan sometidos a los hechos (los mismos que el primer autor reseñado en esta entrada concebía como desdeñados). Tal vez sea una mezcla de todo ello. Eso sí, el texto es de una incoherencia atroz, no somos capaces de colegir qué es eso que "nos toca a todos": ¿el momento de regresar a la luz irradiada por la ciencia en ausencia de un Dios salvífico? ¿Tal vez la visión de un inminente apocalipsis que Dios no sabrá o no querrá detener? La boutade de la escritora aquí mencionada no deja de ser una versión presuntuosa del "solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena", pero con ciencia (¿polilítica?) y con Dios. Todo junto. Qué menos.



«Le he intentado explicar a mi hija de quince años, creo que sin suerte, que a veces la vida es una mierda, y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Y que los adultos tampoco podemos entender por qué es así, porque no existe una explicación. Y que el padre de su amiga Alicia puso toda la lucha; y que los médicos auxiliaron con todo su empeño, y que ni así. El coronavirus derrotó a todos». Ángel Fernández Fermoselle 

La resignación es la solución. Eso parece tener claro el escritor aludido (quien acostumbra a firmar omitiendo el apellido paterno, que le debe parecer vulgar). La resignación es algo que a mucha gente parece un valor cristiano o islámico o budista. Claro, que luego va el papa Francisco y suelta que "La resignación no es una virtud cristiana. Como no es de cristianos encogerse de hombros o bajar la cabeza ante un destino que nos parece inevitable". Luego puede que, en realidad, sea la tierra donde esconder la cabeza. La resignación es un concepto de la Antigua Grecia que se estudiaba en el antigua bachillerato, fuente de nuestra raquítica cultura (cultura es aquello que queda cuando no recordamos ya casi nada de lo aprendido). Resignación implica conformidad o tolerancia ante circunstancias que escapan absolutamente de todo control, y es opuesta a la esperanza y la tenacidad, esto es, a la hypomone de los Padres de la Iglesia, para quienes buscan el nexo con las virtudes cristianas. A diferencia de la acción, la pasión no depende de la voluntad ni de la libre elección del individuo, quedando al margen de toda consideración racional. Y si pasión es un estado afectivo no elegido por el individuo, la única opción viable parece ser la resignación. No son pocos los sistemas éticos que han hecho del control de las pasiones un elemento clave para poder alcanzar la felicidad, aunque lo revistan de budismo o filosofía oriental. Pero no conocemos a nadie que lo practique, salvo algunos sujetos bastante monacales y recoletos a los que tenemos por excéntricos, cuando no por opusdeístas. Sin advertirlo, el escritor arriba mencionado se convierte en aliado involuntario de la escritora inmediatamente antes reseñada, en las antípodas de su ideología.



«Que un dios todo poderoso permita la muerte en masa de, hasta el momento, cerca de 75.000 personas en todo el mundo y el contagio de casi 1,4 millones de personas tiene un encaje muy difícil para la razón. Esa es la esencia de la religión, su antagonismo con la razón, porque cada vez que se da de bruces con ésta, apela a la fe o, lo que es lo mismo, se aferra al salvavidas de la incapacidad de l@s mortales para entender un poder superior, teniendo que resignarse a pies juntillas». David Bollero 

Abundamos en la resignación. Siempre resulta estimulante observar cómo la aritmética, una de las consecuencias de eso que llamamos razón, suscita a muchos opinadores la compasión hacia ese segmento de población que se caracteriza por una pobreza mental llamada religión. Una compasión fingida, porque en realidad su deseo es denostar a quienes viven bajo el yugo del pensamiento mágico y es buena cualquier ocasión que se tenga para hacerlo saber. El problema surge cuando se habla desde el desdén y sin empatía. Ese tipo de ateísmo no es otra cosa que pura ideología. Así, el autor habla de religión y de fe y los expone como términos sinónimos o complementarios, sin diferenciar que la religión es inmanente (nace de la necesidad del ser humano de encontrar a Dios o algo que se le asemeje) y la fe es trascendente (para un creyente es Dios quien se revela al hombre). Por supuesto, la fe es mucho más extremista: lo comprobamos a diarioy no hace falta abundar en ello. Pero no es tan omnipotente como para conseguir que no importen evidencias científicas tales como el aumento de la esperanza de vida en todo el planeta, el descenso del número de enfermedades mortales (con permiso del coronavirus) o los avances en igualdad, educación y acceso a la información. Todos estos temas atañen a la razón, unas veces en su variante científico-natural y otras en la científico-social. La cuestión es que para el autor, ante un riesgo evidente de catástrofe apocalíptica, los creyentes siempre volverán la vista hacia los insondables designios de Dios y le darán la espalda a la ciencia. Los creyentes son u rebaño de borregos impermeabilizados contra el progreso. De ahí a no querer vacunarse solo debe mediar un paso, ha de pensar el autor, si es coherente con lo que dice. ¡Cuántas veces el ateísmo es otra forma, bastante autoritaria, de hacer populismo! La resignación que contempla el escritor en su texto se parece mucho al niño que espera que lleguen los regalos de Papá Noël. En una ocasión, Bertrand Russell afirmó que mantener la esperanza puede ser algo difícil: «Conservar la esperanza en nuestro mundo apela a nuestra inteligencia y a nuestra energía. Con frecuencia, lo que les falta a los que desesperan es la energía».  A muchos lo que les falta es comedimiento.



«¿Tienes un día de tormenta? No te preocupes, que yo te mando chistes estúpidos de esos que no paramos de mandar por WhatsApp, aunque a mí no me hagan gracia, aunque me sienta una cínica tratando de sacarle una sonrisa a otras mientras lo único que quiero hacer es ver Hospital Central. Grabo vídeos con mi compañera Andrea Liba, pienso en gifs chorras para poner en Instagram y me derrumbo después porque no me creo nada. Necesito saber que mi mundo cabe aquí, pero no cabe. (…) Que no tengo nada más que contar más allá de que estoy desesperada, que me cuesta entender tanto buen rollo y tanto optimismo, tanta llamada por Zoom, tanto mensajito, tanto aplauso y tanta mierda. (…) Solo me queda aprender a vivir con esta rabia. Esta rabia que me invade y de la que no sé a quién culpar». Andrea Momoito 

Ay, caramba. De repente, el nihilismo. Maldito Nieztsche... Los hay que no saben despejar la mente y ahondar en las causas de su desánimo. La autora destaca que no tiene nada que contar, nada bueno, se entiende, pero no le cuesta esfuerzo alguno narrar la trivialidad de que vive con angustia y aburrimiento. Dice que le cuesta entender el optimismo de los muchos mensajitos que recibe, pero no se ha detenido a pensar que a los demás nos cuesta aún más comprender el porqué de arrojarnos su pesimismo ontológico a la cara. Será que toda excusa es buena para alimentar una columna de un periódico. Lo de mensajear sin pausa ni comedimiento es solo pecado de quienes prefieren mirar la pantalla de un móvil antes que la ventana de dormitorio. Lo que parece claro es que, en situaciones así, la inmensa mayoría de los comunicadores, profesionales o no, necesitan de cierto frenesí. Han asumido que lo contrario de la soledad no es la compañía: es la hiperconexión y la verbalización continuada y sin descanso de cualquier cosa, especialmente las más insulsas y evidentes. Revientan contra los vídeos con recetas y los memes chistosos, pero no les duelen prendas a la hora de iniciar un "diario del confinamiento" para castigo, y no deleite, de sus lectores. Seguramente creyeron que su mente era lo suficientemente fértil como para encontrar algo sugestivo e interesante todos los días y, con ello, no parecer repetitivo ni mundano. No pensaron que resultan insoportables y cansinos, pergeñando truños repletos de lugares comunes, de pedanterías, de estadísticas mil veces referidas. Algunos han encontrado solución a su aburrimiento no en la narración de sus vivencias (muy limitadas) sino en las vivencias de quienes les escriben a ellos, que todo el mundo tiene derecho a sus 300 caracteres de gloria, como bien sabe Twitter. 



«El aire se siente un tanto extraño, como si viniera de un tiempo que ya asumíamos superado. Un tiempo en el que las vidas de todos, el bienestar y la convivencia eran un poco más frágiles. COVID-19 nos ha devuelto una parte de nuestra humanidad, que es la que viene con esa vulnerabilidad olvidada». Jorge Galindo 

Superado el nihilismo, y con la amenaza aún llamando a la puerta, el drama ha descubierto el sabor de un concepto que parecía olvidado: la vulnerabilidad. Solo nos acordábamos de ella en los accidentes de tráfico.  Pero no es tan solo una palabra de moda. Al parecer, quien la experimenta se siente perdido. La vulnerabilidad es como una niebla oscura con la que se presenta la eterna enemiga innombrable: la muerte. Un virus cargado de miedos vesánicos e histeria mediática recuerda a propios y extraños que la muerte existe y es preciso recuperar el sentido de la vida. ¿Acaso alguna vez la olvidamos? Parece que sí. Y de la vulnerabilidad arribamos al siguiente concepto: el miedo.



«El enemigo contra el que nos vemos combatiendo no es el coronavirus, sino el miedo. Un miedo que percibimos siempre y que sin embargo sale a la luz cuando la realidad desvela nuestra impotencia esencial, un miedo que con frecuencia nos supera y nos hace reaccionar a veces de forma descompuesta, llevándonos a encerrarnos, a abandonar todo contacto con los demás para evitar el contagio». Julián Carrón

Quizá la solución pase por no omitir la pregunta sobre nuestra condición humana. Hay que volver más a Kant. Y a otros. Para algunos, los ciudadanos hemos vivido anestesiados dentro de un sistema, algo parecido a una burbuja que nos mantiene a resguardo de los golpes de la vida. Lo explicaba en una página anterior: ansiamos la inmortalidad, pese a que se trata de un anhelo utópico y ridículo, y tal vez darnos de bruces con una enfermedad que aún no entendemos (ni tampoco ha sido bien explicada) nos conmueve y hace vacilar. El miedo agarrota la razón: algunos pretenden devolvernos ala época en que se descifraban las señales del vuelo de las aves. No son hondas reflexiones, desde luego. La muerte se cierne sobre nuestros seres queridos, a quienes acaso les alcance y no les podamos siquiera despedir honrosamente. El lugar preferido de las teofanías es la tormenta, y el lugar preferido de los escritores es aquel donde se sienten impelidos a responder a las preguntas que Yahvé formuló a Job: ¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes, o quién extendió sobre ella el cordel? ¿Sobre qué se apoyan sus pilares? ¿Quién asentó su piedra angular, cuando cantaban a una las estrellas matutinas y aclamaban todos los ángeles de Dios? En lugar de preguntarse sobre el dolor y la injusticia, porque la muerte del hombre nunca es su extinción biológica, como sí lo es la del resto de animales de sangre caliente o no, adoptan una postura a medio camino entre la hermenéutica y el existencialismo.



«Mientras vivíamos en la calle me hartaba de oír a los que querían desconectar, a los que necesitaban aire puro, a los que se quejaban de la polución, del tráfico, de la rutina, de estar todo el día trabajando… (…) Tenemos este día, este día de hoy, los ojos de tu hija de hoy, los juegos de tu hija de hoy, los besos de tu hija de hoy y esta página en que cada día escribo, como si fuera una plegaria, que aunque de repente se hiciera la noche, y nunca más volviera a salir el sol, hemos vivido la historia de belleza, amor y Gracia más extraordinaria que jamás haya sido contada». Salvador Sostres

Casi sobran las palabras, lo cual no es sino elogio. Del asombro por aquello tan normal que ha devenido extraordinario, a celebrar los gozos en que nunca se reparó, al tenerse por supuestos, solo media un poco de literatura. Nunca la palabra escrita estuvo más cerca del hecho religioso, y ahí es donde tal vez más duela. Nadie se siente capaz de enviar todo a la mierda, han desaparecido los polos, salvo en lo concerniente a juzgar la labor gubernamental. El dolor, el miedo, la vulnerabilidad, el hartazgo, son testimonios universales. El encierro purifica. Afuera es primavera. Dentro, no se sabe muy bien qué estación toca. Son todas la misma, salvo que hay fresas y no quedan mandarinas en la frutería. Y al igual que los niños vencen al miedo con la presencia de la madre o del padre, los adultos han de derrotar sus pavores con experiencias elementales de todo tipo. Por eso encontramos tantos testimonios de ternura hacia la aflicción humana.



«Y líbranos del mal. Siempre fue la mejor frase del padrenuestro, esa oración que se sigue rezando a modo de pegamento universal, incluso entre quienes no creen o creen de aquella manera… El mal ya no es silencioso ni acecha en la esquina, está frente a nosotros. Y queremos creer, sí, creer que la luz vino y se fue. Y vino de nuevo». Joana Bonet

Veinte siglos de vida le confieren a cualquiera mucho conocimiento sobre la naturaleza del ser humano. Elogiosos ante la ingente labor desempeñada por el personal sanitario, contemplamos a esas personas del mismo modo que antaño (y aun hogaño) muchos entienden las misiones de la Iglesia, salvo que la caridad cristina se ha transformado en solidaridad al estilo ONG.  La persuasión de la iglesia cristiana nace en su enorme capacidad de inspirar gestos asombrosos, lejanos a lo que es normal en el siempre egoísta comportamiento humano: el bien para los amigos y el mal para los enemigos, antes fuertes que débiles, mejor ricos que pobres. Los cristianos no solo dicen lo contrario, sino que también hacen lo contrario. Esa conducta proporciona alegría, fuerza, intensidad vital y de repente surge el deseo de hacer lo mismo. 



Conclusión:

El comportamiento del individuo en este confinamiento se sostiene en su capacidad de empatizar y defender a aquellos que, sin filosofías ni teodiceas de por miedo, miden a diario sus miedos y su vulnerabilidad al atender a personas enfermas cuyas vidas dependen de la fuerza que sepan atesorar. Podríamos argüir que viven frente al dolor sin necesidad de dialéctica extraña ni equilibrios budistas, sin amargura ni desesperación. Solo con el convencimiento de que la razón y el humanismo y la bondad es lo que impulsa su esfuerzo diario. De nuevo, Dios no necesita manifestarse en primera o segunda o tercera persona. Su gran victoria.   


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