lunes, 2 de agosto de 2021

Post Crónica 7: el Covid y la estrategia del miedo

La humanidad ha sufrido muchas pandemias; pero ninguna como la presente. Y no por la gravedad, sino por la singular manera de afrontarla. Desde la desaparición del telón de acero, Europa no había contemplado semejantes trabas a la circulación, incluso dentro de un mismo país. Ni el mundo tal supresión de derechos y libertades. En algunos lugares, como Australia, han llegado a amenazar con penas de cárcel a los ciudadanos que deseaban regresar a su propio país.

El presente desatino comenzó de forma improvisada con la aplicación de unas ideas novedosas, insólitas, impulsadas por grupos de expertos que señalaron la eliminación del virus como objetivo primordial. Al precio que fuera. Si antaño preocupaban los enfermos, hogaño el foco se desplazó al número de positivos (contagios), asintomáticos o no, algo desconcertante pues el riesgo de muerte por Covid de una persona de edad avanzada es mil veces superior al de una persona joven y sana. Pero la mística del PCR condujo a sumar ambos casos por igual, sin un tratamiento diferencial.

Librarnos definitivamente del virus parece un plan muy atractivo. Pero en la práctica desemboca en una perpetua búsqueda de un ilusorio El Dorado, una coartada para mantener indefinidamente las restricciones ante cualquier atisbo de un indicador que se descontrole. El virus ha venido para quedarse. Mucho más eficiente es adaptarse a él, vacunar a la población, crear suficiente inmunidad para que la enfermedad constituya un riesgo limitado. La perspectiva de eliminar los virus de la faz de la Tierra produce furor en ciertos colectivos.

Los intentos de erradicar gérmenes y causantes de enfermedades comenzaron en los años 50 del siglo XX, resultando todos infructuosos. Pero en 1980 tuvo lugar un éxito inesperado, el único hasta hoy: la erradicación del virus de la viruela. El director de la campaña, Donald Henderson, explicó que el virus reunía todas las condiciones favorables: no poseía reservorios animales, la enfermedad cursa siempre con síntomas perfectamente identificables, sin necesidad de pruebas, y existía una vacuna transportable sin refrigeración al lugar más recóndito, que garantizaba una inmunidad al 100% de por vida (obsérvese que el SAR-COV-2 no posee ninguna de estas cualidades).

Henderson declaró que no veía en el horizonte ningún otro germen susceptible de erradicación, que consideraba más razonable minimizar los daños de las enfermedades pues cualquier estrategia demasiado agresiva podría “comprometer los derechos humanos”. Había dado en el clavo: no es razonable intentar eliminar un virus si los daños causados a la sociedad van a ser superiores a los beneficios; mucho menos si la probabilidad de éxito es casi nula. También advirtió que aceptar acríticamente modelos matemáticos que no consideran los efectos adversos de las intervenciones públicas, “podría transformar una epidemia perfectamente manejable en un desastre nacional”. Henderson falleció en 2016 sin poder comprobar que sus temores estaban muy bien fundados. Mientras tanto, el éxito de la viruela había desencadenado una fiebre del oro, un hervidero de expertos buscando su propia mina, proponiendo a la OMS un sinfín de gérmenes como objetivo. Eliminar microorganismos se convirtió en una obsesión, sin considerar los costes económicos, sociales o políticos que podría generar cada intento. Quizá el atractivo de pasar a la historia como salvador de la humanidad se había tornado irresistible.

La gran mentira de esta pandemia ha sido pregonar que los confinamientos, las exageradas restricciones y el objetivo de suprimir el virus eran todas ellas medidas avaladas por la ciencia. Esto es absurdo: la ciencia no señala cuáles son las mejores políticas, ni establece fines, ni mucho menos sustituye a los ciudadanos en la toma de decisiones. Aunque algunos expertos esgrimieron la autoridad de la ciencia, sus propuestas no eran otra cosa que su opinión personal. Resultó fácil convencer a ciertos colectivos y vender esta idea a una sociedad infantilizada, sin principios sólidos, que detesta cualquier riesgo, busca la seguridad antes que la libertad y acepta difícilmente la existencia de la enfermedad y la muerte. Un recurso clave fue la difusión del miedo, pero también la construcción de un relato coherente con el imaginario del mundo actual, que conectase con las carencias de la gente y encajase en los mitos predominantes. Detrás de la fachada científica, los apóstoles del “Covid cero” predicaron sutilmente un relato del Apocalipsis cuya principal clave no era tanto el cataclismo, la penitencia, como “el día después”, el luminoso amanecer de la “nueva normalidad” donde “saldremos más fuertes”, aun con menos pertenencias, en un mundo más sostenible, más ordenado.

Muchas de las medidas adoptadas, y gran parte de las reacciones de la masa, son incoherentes, contradictorias. La percepción del riesgo ha acabado adquiriendo un fuerte componente moral. Escandaliza ver jóvenes celebrando en las calles, víctimas de una cepa muy contagiosa aunque poco mortífera. Muy pocos se rasgan las vestiduras por ayudar a una anciana vecina a subir la pesada compra, aunque este acto implique un riesgo infinitamente superior. El virus se contagia exactamente igual a cualquier hora, pero las actividades nocturnas escandalizan mucho más, quizá por considerarse más lúdicas y pecaminosas. De ahí los toques de queda que desesperadamente solicitan muchos prebostes.

Hay que desoír y rechazar con energía los cantos de sirena de quienes, por motivos diversos, van pregonando el Armagedón para mantener indefinidamente las medidas restrictivas. Una vez vacunados prácticamente todos los vulnerables, tal como ocurre en Europa, EEUU y otros países, la letalidad decae drásticamente hasta equipararse a la de otros gérmenes que conviven cotidianamente con nosotros. Si antes ya eran exageradas, las restricciones Covid constituyen ahora un sinsentido. Las mejores precauciones corresponden a la acción voluntaria y responsable de los ciudadanos.

Si algo ha demostrado este cataclismo es que la libertad y los derechos fundamentales no están garantizados en Occidente. Las convenciones que sostenían nuestros derechos y libertades han saltado por los aires a la primera arremetida del pánico. Aprovechando el temor de la población, las autoridades han rebasado ampliamente los límites que el sistema democrático establece para evitar que el poder se ejerza de manera tiránica o despótica. Se ha creado un gravísimo precedente.