sábado, 25 de abril de 2020

Crónica 43ª. El virus que en sí mismo resultaba injustificable

Es imposible garantizar la inmortalidad, a no ser que hablemos del alma. Ni la medicina, ni la farmacia, ni mucho menos el Estado con sus leyes, pueden garantizar que la gente muera.

Hay quienes sostienen la opinión de que la actual situación de confinamiento ha de perdurar hasta que no se produzcan ni más muertes ni más contagios. Eso significa permanecer arrestados en casa hasta bien entrado el 2021. El estado de excepción (no es de alarma por mucho que lo denominen así) en que vivimos no tiene por objetivo reducir las muertes sino evitar el colapso sanitario. Hay cierta correlación, porque muchas muertes se han producido por la incapacidad de los hospitales de atender convenientemente a los enfermos. Pero, una vez descongestionados los hospitales, con la capacidad restablecida para atender rebrotes de la Covid-19 sin perjuicio de las muchas otras enfermedades existentes, no hay razón para mantener el estado de excepción.

Según el Instituto Nacional de Estadística, durante 2018 en España se produjeron casi 428.000 fallecimientos, En los 44 días que llevamos de coronavirus murieron en 2018 por otras razones 51.500 personas: entre ellas, 10.200 de neumonía y 1.175 de gripe. En 2020 han fallecido hasta la fecha 22.000 personas por coronavirus (el 80% mayores de 70 años), al margen de los decesos por otras causas. Las cifras pueden ser inferiores, pero en absoluto despreciables. La muerte habitual no nos obliga a declarar estados de alarma ni restricciones a la movilidad. Si el Gobierno quisiera evitar todas las muertes no naturales, debería decretar un permanente estado de alarma.

Debemos convivir con la muerte y asumir que esta puede alcanzarnos incluso por pandemias no esperadas ni intuidas. Las personas importan mucho, desde luego, pero ese sentimiento no es compatible con arrastrarlas a todas ellas a la pobreza y la miseria. No olvidemos que los vaticinios de que la crisis será la peor desde la Guerra Civil significa que, en el esfuerzo por luchar contra el colapso hospitalario, nos hemos dejado atrás 80 años de progreso. Que se dice pronto. Esta condena sin remedio a muchos años de desesperanza y angustia es de una estupidez que solo se puede calificar como planetaria.

Las gravísimas consecuencias del estado de excepción serán mucho peores que las sanitarias que estamos viviendo durante la pandemia. Cada día de más que se prolongue el confinamiento no es solamente un atentado estatal contra la libertad de movimiento, de reunión, de culto, de manifestación o de trabajo. Supondrá también ahondar aún más en el hoyo de depresión económica que los 44 días previos han larvado ya.

Si el Gobierno siente miedo por los muertos, más miedo debería sentir por las condiciones en que los restantes van a quedar con vida. 


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