viernes, 22 de mayo de 2020

Crónica 73ª. El virus que trabajaba en falso

Cuando uno estampa su firma de segundón en un acuerdo que, por lo pronto, ha de pasar por un Consejo de Ministros, lo único que tiene que tener por seguro es que quienes sí cortan el bacalao en los asuntos suscritos pueden llamarte al orden, cuando no hacerlo trizas directamente. Dicen que la política es el juego de los engaños, pero también lo es de las oportunidades. Un mindundi, ensoberbecido por su situación parlamentaria en un escaño perdido en alguna parte del patio congresual, pero escaño al fin y al cabo, puede creer estar llevando a cabo política de altos vuelos y alegar principios y acuerdos y conversaciones con el gerifalte mayor del reino para poder meter las pezuñas en un plato que no le corresponde. No por ello deja de ser un mindundi, por muy famoso que se crea, y el gerifalte, un irresponsable o simplemente un loco o tal vez ambas cosas. Como el que nos aturde cada día desde la Moncloa.

En el reciente acuerdo sobre la derogación de la ley laboral no estaban presentes ni la ministra de Economía, ni los sindicatos, ni la CEOE, ni tampoco la inefable y bastante vulgar ministra de Trabajo. Sin los actores principales, ¿qué demonio de cambios laborales se pueden promover? Pues no tienen historia y papeles detrás las reformas laborales en nuestro país, y en cualquiera. Por eso estoy en la seguridad de que se trató de la enésima tomadura de pelo, esta vez al mundo abertzale euskaldún, del tahúr que nos gobierna a todos desde la torre de Mordor erigida en el palacio monclovita. Si vivimos en un mundo de tinieblas constantes, de mentiras y falsedades a todas horas, de inepcia e idiocia por doquier, de enfrentamiento progresivo de las dos Españas (una que protesta y la otra que llama fascista a todo el que no es como ellos, porque ser izquierdista es la religión verdadera y cualquiera con carnet de sociata o comunista es su profeta, y todos los demás unos impíos y herejes que merecen la muerte tanto como los escraches), si estamos en un terreno donde no parece que se esté viviendo una lucha desenfrenada contra un virus, sino una guerra campal entre un modo de concebir la vida y todos los restantes, ¿por qué íbamos a creer que un acuerdo, por más lúgubres que sean sus acordantes, forma parte del dogma de fe de un Gobierno cuyo único dogma conocido es que cualquier cosa vale únicamente para el minuto presente y actual?

Por eso nadie lo entiende. Por eso unos creen que es simbólico (aun sin precisar cuál es la exacta simbología subyacente) y otros que se trata de una grave y simple metedura de pata. Por eso algunos hablan de que el susodicho acuerdo ha de dañar la imagen presidencial, pero no veo cómo: tiene el sansirolé que nos gobierna, cubriéndole las espaldas, a un experto en esparcir mugre y mierda para tapar los campos verdes más lozanos. Todos están de acuerdo en que no se va a cumplir. En lo que nadie concuerda es en por qué el esfuerzo de introducir nuevas variables en la ecuación irresoluble de la gobernanza, sin darse cuenta de que, precisamente por ser irresoluble, y necesitar de una aproximación tras otra (ora los naranjas, ora los peneuvistas, ora el turolense...), el ínclito mendaz de la Moncloa juega el juego de engordar el cebón con todo lo que dé tiempo a meterle dentro, para que cuando explote, no haya cristiano o musulmán que sepa descifrarlo. Y, mientras tanto, aprovechando que el marrano engorda, Bildu y PNV buscan ganar posiciones de cara a las elecciones vascas, el del coletero se postula como único progresista del Gobierno, los naranjas a ser engañados por todos, el PP a encontrar una pírrica victoria del andoba macilento que tiene al frente, y los ultramontanos refugiándose en una calle que está más que harta y a la que solo le faltaban los niñatos de la extrema izquierda en tromba a la caza de fascistas (pobres imbéciles, no saben que los fascistas son ellos).

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