domingo, 10 de mayo de 2020

Crónica 61ª. El virus que quería recuperar la actividad

No sé cuánto tiempo llevamos escuchando o leyendo las terribles descripciones del mundo futuro, no de un futuro lejano sino del que empieza prácticamente mañana. Del consenso generalizado en "estar atravesando la gran catástrofe" se desprende idéntico consenso sobre "nada será lo mismo". No deja de ser paradójico que la tenebrosa dictadura comunista-capitalista china haya sido capaz, finalmente, de doblegar a todas las potencias occidentales que surgieron de la posguerra en los años 50. Viendo los mimbres con que se vienen fabricando las presidencias de Estados Unidos, Francia, Inglaterra o España, a nadie puede sorprender que los aún aliados occidentales hayan caído en la irrelevancia más absoluta. Al menos en lo político. Y no hay nada más terrible que asistir, atónitos, a la creciente pujanza de China mientras la muy complaciente Europa se va fosilizando poco a poco. 

Los 280 mil muertos, por más que supongan el 0,005% de la población mundial (los infectados son el 0,07%), una cifra irrisoria si la comparamos con los 18 millones de fallecimientos anuales por enfermedades cardiovasculares, están produciendo un colapso desproporcionado en todo el planeta. De repente, los gobiernos sucumbieron ante los virus como los marcianos de "La guerra de los mundos" ante las bacterias terrestres. El goteo incesante de fallecidos, causado por la tardanza en reaccionar como se debió haber reaccionado, ha representado una tortura insufrible tanto para los gobiernos como para las sociedades en general. Las escenas dantescas en los hospitales consiguieron colapsar a los países donde se producían. De repente, sanos y enfermos tuvieron que abandonar las calles, los trabajos, todo, porque se hacía prioritario no tanto detener la sangría (¿cómo se puede impedir que suceda algo que va a suceder de todos modos?) como el impacto que causaba la debilidad de nuestros modernos sistemas de salud. Dirá usted que cada muerto cuenta, que cada fallecido es una causa noble por la que luchar. Pero no pensamos lo mismo con ninguna de las restantes causas de muerte que existen en el planeta. ¿Por qué el virus sí y lo demás no, aunque mate más y mejor? No se trataba de un patógeno llamado a exterminar a la especie humana, solo a provocarle una cantidad considerable de daño, pero de forma limitada. Da lo mismo, ahí está el resultado. Todos (o casi) los países bloqueados y una vergonzosa comparación entre quienes venían liderando el mundo y los restantes: en eficiencia de sus medidas preventivas  y en alcance real de la pandemia.

España lleva muchos años, posiblemente desde el primer gobierno Zapatero, sin ser un país moderno y serio. Incapaz de sanear siquiera un poco sus cuentas públicas. Sin saber reformar nada, ni en lo político ni en lo económico. Sin tejido industrial bien desarrollado. Sin investigación, pese a la proliferación de centros tecnológicos y universidades. Sin un proyecto educativo que mire al futuro. Con partidos convertidos en cotos cerrados del jefe de turno, cuyo poder es absoluto, que se transforma en presidente del gobierno por aclamación de unos pocos y una sociedad que profesa veneración religiosa a las siglas. Zapatero, Rajoy, Sánchez. ¿Quién es peor? ¿El necio, el vago o el inepto? Lo peor de lo peor sale siempre victorioso. Para ser presidente solo hay que saber manejar el cotarro mafioso del partido. Es la única experiencia previa que se exige. Y en la oposición solo hay más de lo mismo.

Es desolador contemplar el panorama que está sucediendo. El drástico e interminable arresto domiciliario en que vivimos sometidos, porque sometimiento es lo que sufrimos los españoles frente al más prolongado y severo bloqueo del mundo, ya está produciendo devastación en lo económico. Cifras de paro, caída del PIB, aumento del déficit público y la deuda pública, cierre de empresas... Por llegar tarde, se paralizó la actividad productiva del país y, por ineptitud gestora, la parálisis se va a extender durante casi 10 semanas (la quinta parte del año). Y por miedo. Los gobiernos, en general, y el nuestro, en particular, le tienen un miedo atroz al virus, pero ninguno a incrustarnos a todos en la miseria. ¿Cómo pueden recitar tan campantes, alegres incluso, el máximo histórico de gasto en prestaciones por desempleo, sin realizar una miserable estimación de lo que ocurriría si la reclusión se acabara ahora mismo? ¿Se alegrarán de la misma forma cuando recorten las pensiones, reduzcan el sueldo de los funcionarios o eliminen las bochornosas subvenciones con que riegan los jardines de todos sus amigos y afines?

Nadie ha evaluado el coste beneficio de estas medidas. Nadie tiene claro cuál es el umbral que limite su aplicación, si se desea sobrevivir económicamente al virus. Por eso mismo es muy factible pensar que ese umbral ya lo hemos cruzado. Enfatizar en la necesidad de usar mascarillas o guantes o mamparas puede resultar instructivo, pero no es la razón de ser del Gobierno. Esta se encuentra en procurarse, de una maldita vez, de los elementos necesarios para mantener todo bajo absoluto control. Causa indignación que quienes con torpeza e incuria multiplicaron por cuatro la tasa de mortalidad del virus en España, vayan a ser los mismos que ahora se encarguen de dirigir a la nación hacia su destino incierto.


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