jueves, 7 de mayo de 2020

Crónica 59ª. El virus que gustaba de ir por delante

A veces tengo la sospecha de ser el único en pensar que la devastación, en términos de muertos, provocada por el coronavirus es mucho menor del apocalipsis que algunos sospechan que se está produciendo. Si existe algún armagedón, ha sido causado por la tardanza con que algunos gobiernos  han actuado. Los virus y las enfermedades que causan matan: vaya que sí. Unos más, otros menos. Pero este covid  no ha diezmado la población mundial, ni mucho menos. Y, a la vista de los números, queda claro que de diezmar algo, ha sido la felicidad de los países ricos. Con todo el respeto hacia quienes han fallecido y sus familias, pero cada vez parece más evidente que la responsabilidad de los decesos vierte sobre los gobiernos antes que sobre el virus.

Nada de todo ello quita que la Covid-19 sea de mucha gravedad. La respuesta tardía y deficiente se contradice con los protocolos internacionales que establecen, como formato de actuación frente a pandemias, rapidez y eficacia. El estupor que a todos nos invade nada tiene que ver con la necesaria crítica a quienes asumieron voluntariamente conducir los destinos de los pueblos. 

El coronavirus ha colocado a la ciencia bajo los focos del primer plano de los informativos. Unas veces como parapetos para los políticos, otras como esperanza milagrosa para el grueso de los la gente común, el desconcierto general de la población (e incluyo a los mandamases) ha exigido y exige a los científicos que trabajen como la ciencia no puede ni debe trabajar. 

El método científico es uno de los mayores avances de la humanidad. Es sistemático, minucioso... y lento. Los descubrimientos, de los más impenetrables a los más útiles, llegan tras avanzar por larguísimos caminos tortuosos. Y en el camino van quedando fracasos y pruebas fallidas o imposibilidades absolutas (casos de la energía de fusión y la cura contra el cáncer). A menudo da la sensación de que aquello que se persigue, escapa al entendimiento humano, que solo arriba a las invenciones maravillosas con fortuna y suerte.

La actual carrera por encontrar una vacuna al coronavirus es una de esas situaciones complejas e injustas que tan imperiosamente demanda la sociedad como condiciona a los científicos. Sus tiempos de desarrollo se miden en años, no en semanas. Los estudios clínicos controlados no son fáciles de realizar y requieren de movilizar recursos financieros impresionantes. La competición que estamos viviendo entre Estados Unidos, China, Corea y otros países por encontrar una vacuna lo antes posible no tiene tanto que ver con la prisa que todos tenemos como con los beneficios ingentes de los laboratorios que optan a dar con ella. Y eso significa escatimar la compartición de conocimiento entre unos y otros.  

El virus, de momento, va ganando la batalla clínica. En alianza con la ineptitud de los gobernantes, siempre va un paso por delante de hospitales y laboratorios farmacológicos. Finalmente será atrapado, por supuesto, cuando muchos más hayan muerto o quizá cuando ni siquiera sea preciso ser cazado porque nuestros cuerpos hayan funcionado correctamente contra el maldito invasor. Doscientos cincuenta mil fallecidos en todo el mundo pueden parecer demasiados, y lo son, pero mucho más lo son los millones de pobres que la impericia de los gobiernos va a dejar tras de sí.


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