domingo, 3 de mayo de 2020

Crónica 56ª. El virus que mandaba hacer cosas absurdas

Que la manera de afrontar esta crisis sanitaria sea con las mismas prácticas que se utilizaron en la época que se escribió el Decamerón, dice muy poco bueno de la medicina y la ciencia. Es posible que alguien se permita etiquetar la fabricación de mascarillas como de alta tecnología, pero si las están cosiendo unas señoras de Béjar en sus casas, mejor que ese alguien se calle. 

Mientras tanto, no son pocos quienes se indignan y ofenden (cuánto indignado y cuánto ofendido hay por el mundo, por favor) de las apreturas y corrillos que se forman en los parques o las aceras ahora que se han levantado las medidas más extremas de reclusión doméstica. Como decía la canción de Jarcha, "yo solo he visto gente obediente hasta en la cama". Y hablando de camas, resulta que los matrimonios pueden hartarse a besos y folleteo en su cama de tres metros cuadrados, pero si salen en el coche han de colocarse uno delante (el conductor) y el otro detrás, en la diagonal. 

Mucho se habla y discute del derecho o no que pueda tener el Gobierno a geolocalizarnos usando aplicaciones para los móviles. Hasta donde yo sé, el Estado nos tiene geolocalizados por nuestro domicilio habitual, luego la presente situación de reclusión forzada ya es en sí misma una geolocalización, sin necesidad de GPS. Sin mencionar que en Corea del Sur o Taiwan fue lo que permitió que hayan ejercido las mejores y más efectivas fórmulas de contención del virus de todo el planeta.

De hecho, no somos pocos los que desconocemos las razones por las que se nos recluye en casa. Por lo pronto, todos los que no están enfermos ni infectados y que, ahora mismo, podrían estar trabajando con normalidad (de la vieja, no de la nueva) en vez de esperar en sus casas viendo cómo el mundo conocido se va derrumbando día a día. Claro, usted argüirá que resultaba imperioso frenar el ritmo creciente de contagios y muertes, olvidando que si nos hemos visto abocados a la presente situación fue porque el Gobierno desoyó las advertencias de la OMS, un organismo ciertamente proclive a la exageración que tiene por obligación informar a los gobiernos de los riesgos para la salud, lo mismo que los gobiernos tienen la obligación de impedirlo una vez recibida las alertas.

Claro, me replicará, si la situación es la que está siendo, admitido el error histórico del Gobierno, forzoso resultaba encerrar a todo el mundo en casa. ¿Por cuánto tiempo?, pregunto. ¿Indefinidamente y hasta que al listo de turno se le ocurra que ya es suficiente? ¿O más bien acordando el levantamiento de la reclusión por consenso con el resto de organismos del Estado? No solo nos han forzado a renunciar a nuestra libertad de reunión y de movimiento, también a nuestro derecho a trabajar: si hay 217.000 infectados en nuestro país, entonces solo el 0,5% de la población lo está, o lo que es igual, alrededor de 100.000 trabajadores en todo el país: una cifra manejable por cualquier autoridad sanitaria que se precie de eficaz.

Pero la cruda realidad es que son estadísticas, porque ignoramos cuánta gente está infectada y cuánta gente ha muerto por el virus. Si esto no es una demostración sin ambages de que vivimos un fracaso colectivo, no sé qué lo puede ser: ¿descubrir que no teníamos el mejor sistema de salud del mundo?, ¿haber dejado morir a los mayores en las residencias geriátricas? ¿que seamos el país con más muertos por habitante? 

Qué absurdo está resultando todo...


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