domingo, 17 de mayo de 2020

Crónica 66ª. El virus que disfrutaba de las peleas

Allá arriba en Lombardía, se encuentra Bérgamo, la hermosa ciudad que, con los Alpes a sus espaldas, contiene uno de los conjuntos medievales mejor preservados y más sorprendentes de toda la región. Celta antes que romana, aplastada sin contemplaciones por Atila, renació para formar parte de la República de Venecia y conventirse en una brillante urbe medieval tanto dentro como por fuera de sus murallas. Napoleón la conquistó, los austriacos la anexionaron y Garibaldi la recuperó. Para acceder ella, nada como ir a pie (o a caballo, según los tiempos) por alguna de las grandes puertas que se abren en sus murallas. Para los menos afectos al esfuerzo, hay funicular. 

Bérgamo fue la zona cero del virus en Europa, la ciudad más asolada por la enfermedad Covid-19 y, a día de hoy, un canto de esperanza. De sus hospitales a las oraciones del Papa en Roma, es Italia y no España el símbolo de la epidemia en Europa. España es símbolo de muerte y devastación y mala política.

Sánchez no fue el único en ignorar los avisos. También sucedió en la Fracia de Macron y el Reino Unido de Johnsson. Permitió que, con más de 500 casos confirmados, 120.000 personas salieran a las calles a manifestarse contra el virus del machismo y, cuando quiso imponer el bloqueo nacional, a mediados de marzo, por detrás de las decisiones dela Comunidad de Madrid, a la que detesta porque detesta a su presidenta, nada pudo hacer por quienes ya habían sido infectados. Alardear políticamente del sistema de salud, como siempre se ha alardeado en este país que pasó del sueño del mayor Imperio del mundo a la pesadilla del más cruento conflicto que una sola nación haya vivido, tiene sus consecuencias. El infausto jefe del Centro de Coordinación del Ministerio de Salud para Alertas de Salud y Emergencias, Fernando Simón, dijo al comienzo de la crisis sanitaria que España tenía 4.400 camas de cuidados intensivos para atender una población de casi 47 millones. Alemania, con una población de 84 millones, inició la crisis con 28.000 camas en las UCIs. Sumen la escasez de suministros y llegarán, más pronto que tarde, los triajes.

La clase política ha visto en la crisis del coronavirus una oportunidad, no una emergencia. España, federalista, con sus políticas diseminadas en una serie de autonomías irreconciliablemente separadas, no puede articular ese mando único con el que el presidente disfraza la autocracia. ¿Por qué es tan difícil que a un residente en Madrid, estando en Andalucía, le den una medicina en una farmacia? Si los datos personales no son de la Administración ni de ninguna empresa, sino de la sociedad entera, nada impide que un contagio en cualquier rincón del país sea automáticamente conocido por el ayuntamiento, la comunidad autónoma, el Ministerio de Sanidad, la Comisión Europea o la OMS. Pero lejos de querer buscar este tipo de soluciones, los partidos continúan en sus interminables disputas y reyertas. Como decía el otro, si los obligaran a enfundar las navajas, no sabrían qué hacer con las manos.

Lamentablemente, no somos el único escenario de división impenitente. En Estados Unidos (80.000 muertos), los republicanos siguen las recomendaciones de los expertos en mucha menor medida que que los demócratas. Las caceroladas que se están extendiendo de la calle Núñez de Balboa al resto del país son transversales en España y en otros países donde también se están produciendo, como Alemania y Austria. Transversal significa que no reúnen a personas de una única ideología aunque los símbolos que se emplean en su mayoría así lo haga parecer. Cuando la gente parece decidida a no querer escuchar a los expertos, incluso hasta el punto de poner en riesgo su propia salud (botellones, bailes y concentraciones como se están viviendo estos días), cabe preguntarse dos cosas: una es, ¿hablan los expertos a la gente con la seguridad y empaque que una alarma sanitaria como la actual precisa?, porque las continuas improvisaciones y correcciones sobre la marcha producen, precisamente, escepticismo; y dos, ¿hasta qué punto puede imponerse a una sociedad libre el bien común si nada indica que estemos viviendo la extinción de la vida humana?, porque no solamente hay quienes opinan que lo más importante son las vidas humanas, también quienes piensan que por unas cuantas vidas humanas no merece la pena condenar a la Edad Media al resto (suena cruel y tenebroso, pero la vida es un continuo requiebro a la muerte en todas sus manifestaciones).

Un camionero, un trabajador de la construcción, un mecánico, un técnico de la lavadora, un consultor, un cocinero, un camarero, un limpiador de un hotel... ¿Cuántos millones de personas han tenido que aceptar resignadamente que expertos médicos, académicos y tecnócratas decidan que lo mejor es mantener la economía cerrada porque lo más importante no es la economía de la que ellos dependen sino la salud de un 0,09% de la población? Quienes defienden los confinamientos tienen trabajo, mantienen su nivel de vida y, en no pocos casos, viven en este momento una temporada de vacas gordas (¿quién se acordaba de los epidemiólogos antes?). En cada una de sus manifestaciones, los erigidos en adoctrinadores de la población manifiestan sin escrúpulos la sensación de estar realizando una labor crucial, importante, única en la Historia. Y usted, como yo, a callar y asentir, sin trabajo y sin saber cómo va a hacer para sobrevivir cuando se le acaben los ahorros, si es que no se le han acabado ya.


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