martes, 31 de marzo de 2020

Crónica 13ª. El virus que alentaba a las dictaduras

El viernes 13 de marzo se anunció en Reino Unido el inminente cierre de las fronteras del país. A la mañana siguiente, sábado 14 de marzo, en el aeropuerto de Heathrow, espantosamente vacío, solo unos pocos vuelos despegaron para llevar de vuelta a su país de origen a quienes prefirieron regresar a sus orígenes, pese a la evidencia de que no podrían volver en mucho, mucho tiempo.

La evidencia médica de los cierres de fronteras es muy confusa. El cierre de fronteras, sin una planificación cuidadosa, puede ralentizar el movimiento de equipos y experiencia o crear grupos de personas infecciosas en los aeropuertos y otros puntos de control. Los cierres también ofrecen la ilusión de una acción decidida sin haber podido modificar antes la realidad existente. En enero, la decisión de Estados Unidos de prohibir los vuelos desde China dio a la administración Trump la falsa sensación de que habían detenido COVID-19. Y no era así.

En muchos países europeos, la decisión abrupta y aparentemente no planificada de cerrar fronteras ha causado un caos masivo que no suele aparecer en las noticias. Hay ciudadanos españoles varados por múltiples partes del globo terráqueo y el gobierno se ha visto obligado a organizar vuelos para traerlos a casa, cosa que aún no ha sucedido. 

Ninguna de estas medidas ha detenido al virus en España. La epidemia estaba entre nosotros desde enero y resultaba imparable. Pero pese al caos, o quizá precisamente a causa de ese mismo caos, la represión fronteriza es inmensamente popular entre los ciudadanos. Significa que el Estado, y Europa en general, está haciendo algo. En realidad, hay muchas cosas que el Estado debería estar haciendo, pero aún no ha hecho ninguna bien ni a tiempo. Lo que sí ha hecho es eliminar las libertades constitucionales aprovechando un Estado de Alarma que, constitucionalmente, no está pensado para eliminar  libertades. Todo lo demás, empezando por la calamitosa gestión sanitaria, está aún por hacer, y ya es casi abril. Lo que sí sabe hacer el Gobierno es intervenir agresivamente en la vida de unos ciudadanos que, sorprendentemente, no vacilan en apoyar de manera incondicional la sospechosa concentración de poder que está acumulando. Al parecer, una crisis sanitaria es incompatible con la Constitución y el debate. Hemos convertido la democracia en una nueva forma de dictadura simpática.   
A lo largo de la historia, las pandemias han aumentado los poderes del estado. Cuando la Peste Negra que se extendió por Europa en 1348, las autoridades de Venecia cerraron el puerto de la ciudad a las embarcaciones procedentes de zonas infestadas de plagas y obligaron a todos los viajeros a 30 días de aislamiento, que finalmente se convirtieron en 40 días. De ahí la palabra cuarentena. Un par de siglos más tarde, William Cecil, primer ministro de Isabel I, luchó contra la peste en Inglaterra con una ley que permitía a las autoridades encerrar a los enfermos en sus casas durante seis semanas. 

El ciudadano asustado es mucho más dócil que el ciudadano que no tiene miedo. El miedo conlleva obediencia. Cuando las personas temen a la muerte, adoptan medidas que, correcta o incorrectamente, creen que las salvarán, incluso si ello implica una pérdida total de libertad. Los que somos liberales, demócratas o simplemente amantes de la libertad, de todo tipo e ideología,  no debemos engañarnos a nosotros mismos: la acumulación de poder ya está siendo muy popular. 

Italia y España han entrado en un encierro total. Todas las tiendas y negocios están cerrados, excepto los que se consideran esenciales. La policía española ya ha multado a decenas de miles de personas por estar fuera de sus casas sin una razón convincente. Desde los balcones, muchos confinados se dedican al innoble pasatiempo de insultar y agredir verbalmente a cualquiera que vean por la calle: cronómetro en mano, miden el tiempo de duración de los paseos de al señora del perrito o del caballero que acude al supermercado con su carro para la compra. 

Es duro, pero la gente acepta estas medidas porque las considera imprescindibles. El primer ministro Giuseppe Conte cuenta con el apoyo de siete de cada 10 italianos, algo anteriormente impensable en un país que históricamente desconfía de sus políticos. El presidente Emmanuel Macron ha descrito la lucha contra el virus como una guerra, y este enfoque le ha valido la aprobación nacional. En España, Pedro Sánchez hace uso de una retórica muy similar. Como estamos en guerra, aunque ninguno de nosotros sepa lo que es estar en una, todo vale. Gobierno de concentración nacional, pero sin concentración. Gobierno de una persona. ¿Dictadura? De momento sigue siendo democracia, pero... 

El viernes, el gobierno húngaro envió un proyecto de ley al Parlamento que otorgará poderes dictatoriales a su primer ministro, Viktor Orbán, en nombre de la "emergencia". Por un período de tiempo indefinido, el ultraderechista Orbán podrá ignorar las leyes que desee, sin consultar a los legisladores. Las elecciones se suspenderán. La ruptura de la cuarentena se convertirá en un delito, punible con pena de cárcel. La difusión de información falsa o cualquier información que cause disturbios también constituirá un delito castigable con la prisión. No queda claro quién definirá lo que es falso o cierto: el lenguaje del decreto húngaro es lo suficientemente vago como para incluir casi cualquier crítica a la política de salud pública del gobierno. Nada de esto va a resolver que Hungría sea uno de los países europeos menos preparados para luchar contra la pandemia, especialmente porque las políticas del gobierno ultraderechista persuadieron a muchas personas, médicos entre ellos, a abandonar el país.

Se está produciendo una transición similar en Israel, donde Benjamin Netanyahu, aún primer ministro a pesar de haber perdido las elecciones, ha promulgado un decreto de emergencia que le permite posponer el inicio de su propio juicio penal. Esto ha impedido que el recién elegido Parlamento israelí, en el que la oposición tiene mayoría, pueda convocarse. Netanyahu se ha concedido tambien poderes de vigilancia sin supervisión. Las tácticas que normalmente se emplean para rastrear terroristas ahora se usarán para monitorear el cumplimiento de la cuarentena y seguir la actividad y el movimiento de los ciudadanos. La edición en inglés del periódico Ha’aretz ha calificado estos movimientos como un "golpe de estado", pero mientras la población esté asustada, harán caso. En Estados Unidos, Trump ha demostrado preferir la política gestual a las medidas reales, el cierre de fronteras a la producción en masa de máscaras y tests de prueba. Es posible que en las próximas semanas emplee esta crisis para acumular más poder, al igual que Orbán y Netanyahu, con apoyos masivos de sus medios y ciudadanos afines. Corea del Sur, una democracia floreciente y robusta, está utilizando aplicaciones para rastrear a pacientes con coronavirus y otras personas en cuarentena sin necesidad de suspender el Parlamento. 

En España el Gobierno está muy lejos de desplegar tácticas tan sofisticadas. Los viejos métodos funcionan y están vigentes. La policía está siendo educada y la ciudadanía responde con resignación y aplomo. Las excepciones sirven para añadir páginas a los periódicos y minutos en la televisión, pero no definen la moral de la ciudadanía. La incógnita por responder, que para una inmensa mayoría ni siquiera es importante, es si el Gobierno sabrá estar a la altura de las circunstancias cuando los contagios remitan y toque devolver todo el poder a su situación original, incluyendo los decretos de emergencia. Porque mucho me temo que aprovecharán el descomunal coma de la economía para seguir gestionando de forma nefasta al país.
   

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