miércoles, 3 de junio de 2020

Crónica 78ª. El virus que cesaba cesables

Tarde o temprano, se acaba cometiendo algún error. Puede ser grande o pequeño. Menor o mayor. relevante o intrascendente. Los seres humanos cometemos errores, cierto, y los propios seres humanos somos los primeros en conferir a quien yerra la eternidad del defecto que provocó el error. "Para una vez que maté un perro, me llaman mataperros". Hay quienes llevan con mucho orgullo su honradez, siempre sedicente (ni los santos quedaron libres de errores): son altivos y viven encantados de destacar sobre el perfil del ciudadano medio, tan mundano, mísero, proclive al delito y a la mentira y al robo, o a lo que sea. Es esta una actitud muy nordeuropea. En los países protestantes, donde el luteranismo se vistió con el velo sagrado de la honradez frente al veleidoso catolicismo ramplón, su ensoberbecida existencia es tintada con cierta frecuencia con algunos errores tan manifiestos y mayúsculos que parece mentira que una vez hayan querido erigirse como la reserva occidental en materia de probidad y rectitud.

En política, ese bastión inexpugnable de mentiras y falsedades, ambiciones y egoísmos, de traiciones y vilezas, solía estar vigente la norma no escrita de que los servidores públicos de la bancada azul no podían pronunciar mentira ante el Parlamento o los ciudadanos. Todos sabemos que hay mil maneras de enmascarar dialécticamente una mentira (el presidente, sin ir más lejos, es campeón mundial en este deporte), por lo que el asunto se trata tan solo de saber anticipar los asuntos y construir un "relato" que, siendo más falso que Judas, parezca creíble, como las antiguas novelas del oeste. Hoy nadie se acuerda de Máximo Huerta o de Carmen Montón, ambos representantes de aquel gobierno bonito del Sánchez post-censorial. Huerta, periodista y sedicente escritor, dimitió a los siete días de haber sido nombrado Ministro de Cultura y Deporte por una infracción tributaria ocurrida doce años antes, ya ven ustedes qué tropelía. Montón, a quien no se conoce otro oficio que el de la política, actual embajadora observadora permanente del Reino de España ante la Organización de los Estados Americanos (toma ya, la de caros inútiles que hay inventados), dimitió al publicarse que plagió su tesis de postgrado (esto del plagio en tesis o tesinas es común en políticos avergonzados de su poco recorrido intelectual: nuevamente véase el caso de nuestro inefable presidente). En el otro lado del hemiciclo, José Manuel Soria dimitió como (pésimo) Ministro de Industria por no aclarar su relación familiar con un lío societario panameño, que no era delito, aunque sí estaba mal visto. 

Por eso mismo, lo de Grande-Marlaska tiene un cariz distinto. Es tan distinto y tan evidente y tan peor, que ya veremos si la cosa acaba en dimisión o qué. Sabido es que, cuanto más la pide la oposición, menos se otorga. Luego es posible que todo esto concluya con el qué. Aquí, el matrimonio coronavirus con 8M, qué fuerte, tía, es la clave del asunto desde el momento en que un juzgado inicia investigaciones para esclarecer si se autorizó la manifestación a sabiendas de lo que estaba pasando (y lo que estaba pasando era, justamente, la ascensión a los cielos de muchas almas afectadas por la Covid-19). El tal Marlaska lo que debe de tener grande no es solo el apellido, también la soberbia y el ego, algo bastante común en la magistratura, por cierto, como en todas partes donde uno tiene constancia de su superioridad talentosa sobre el resto, sea cierta o no. Y este individuo, que desde que colgó la toga para vestirse de cartera viene siendo lo más parecido a un represor nato de libertades y fervoroso estómago agradecido al mendaz habitante monclovita, que le colocó allí, no pudo soportar que un teniente coronel no quisiera informarle de las pesquisas judiciales hacia las que debía guardar secreto. Seguramente le pudo un vulgar arrebato de ira, y como superior al mando, cesó al subordinado por efectuar su trabajo en las condiciones en que debía ser efectuado. De ahí en adelante, la purga y las mentiras para justificar lo que no era. 



Que los abogados aporten los posibles delitos: inducción a la revelación de secretos, prevaricación... No importa. Eso importa a quienes tienen en la justicia sus garbanzos (Marlaska era uno de ellos). Lo relevante es ver cómo el endiosamiento de un individuo cuya soberbia no cabe en el menudo cuerpo que lo sustenta lo ha incapacitado para evitar el suicidio político. Las purgas políticas, la filtración de informes falsos, la monitorización de redes... Su histeria le van a arrastrar a él y a esa advenediza, María Adánez, otra que en toda su vida ha hecho otra cosa que estar agradecida al partido, nombrada directora generala de la Guardia Civil, y digo lo de advenediza porque eso de confesar por escrito la comisión de un crimen político solo se le ocurre a quien asó la manteca.


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