viernes, 22 de abril de 2022

Post Crónica 18: Covid-19 y las lecciones aprendidas a futuro


En la guerra desatada en Ucrania diferenciamos tres tipos de acciones militares: la carnicería inevitable (que sería el resultado de los daños colaterales por hostilidades difusas); la carnicería evitable, y que se suele corresponder con el ensañamiento y crueldad de los soldados hacia la población civil indefensa; y la precisión de los "ataques quirúrgicos", metódicamente dirigidos a objetivos planificados. Este último, cuando se ejecuta bien, cos que no siempre sucede, minimiza los recursos y las consecuencias no deseadas por igual.

Mientras hemos estado luchando contra la pandemia del coronavirus, porque de un tiempo a esta parte nos hemos olvidado de ella ("gripalización", lo han denominado eufemísticamente), los jefes de los distintos gobiernos terrestres se han venido pronunciando en términos bélicos, lo mismo que si hubieran declarado la guerra abierta al virus, personificando en este organismo la metodología y sistematización de un bien pertrechado ejército ofensivo. Con la memoria vívida y fresca de todos los sucesos bélicos que se vienen desarrollando en Ucrania, podemos enjuiciar hasta qué punto la guerra abierta ha sido eficiente en detrimento de una aproximación más quirúrgica a la erradicación del virus.

Conviene advertir que los brotes víricos tienden a ser aislados cuando los patógenos se mueven a través del agua o de los alimentos, y de mayor alcance cuando viajan por vectores generalizados tales como las pulgas, los mosquitos o el propio aire. Al igual que ha sucedido con la pandemia de coronavirus, la infame pandemia de gripe de 1918 fue causada por partículas virales transmitidas al toser y estornudar. Las pandemias ocurren cuando toda una población es vulnerable, es decir, no inmune, a un patógeno determinado capaz de propagarse de manera eficiente.

La inmunidad ocurre cuando nuestro sistema inmunitario ha desarrollado anticuerpos contra un germen, ya sea de forma natural o como resultado de una vacuna, y está completamente preparado en caso de que la exposición se repita. La respuesta del sistema inmunológico es tan robusta que el germen invasor es erradicado antes de que se desarrolle la enfermedad sintomática. Es importante destacar que esa respuesta inmune robusta también previene la transmisión. Si un germen no puede asegurar su control sobre su cuerpo, su cuerpo ya no sirve como vector para enviarlo al próximo huésped potencial. Esto es cierto incluso si la próxima persona aún no es inmune. Cuando suficientes de nosotros representamos "callejones sin salida" para la transmisión viral, la propagación a través de la población se mitiga y finalmente se termina. A esto se llama inmunidad colectiva o de grupo.

Los datos iniciales provenientes de Corea del Sur, donde el seguimiento del coronavirus fue, con mucho, el mejor en el arranque de la pandemia, indicaban que hasta el 99% de los casos activos en la población general eran "leves" y no requerían tratamiento médico específico. El pequeño porcentaje de casos que sí requerían de dichos servicios se concentraba en gran medida entre los mayores de 60 años, y más aún entre las personas mayores. En igualdad de condiciones, los mayores de 70 años tenían tres veces más riesgo de mortalidad que los de 60 a 69 años, y los mayores de 80 años casi el doble de riesgo de mortalidad que los de 70 a 79 años.

Estas conclusiones fueron corroborados por los datos de Wuhan, China, con una tasa de mortalidad más alta, pero una distribución casi idéntica. La tasa de mortalidad más alta en China puede ser real, pero quizás sea el resultado de pruebas menos generalizadas. Corea del Sur, de manera rápida y única, comenzó a evaluar a la población aparentemente sana en general, y encontró casos leves y asintomáticos de Covid-19 que otros países, en aquel momento, pasaban por alto. La experiencia del crucero Diamond Princess, que albergó a una población anciana contenida, demostró este punto. 

El coronavirus se ha diferenciado de otros flagelos infecciosos, como la gripe o influenza, que igualmente afecta con dureza a ancianos y enfermos crónicos, pero también mata a los niños. Tratar de crear inmunidad de grupo entre quienes tienen más probabilidades de recuperarse de la infección y al mismo tiempo aislar a los jóvenes y los viejos ha resultado desalentador. 

El agrupamiento de complicaciones y muertes por Covid-19 entre ancianos y enfermos crónicos o con patologías de riesgo, pero no entre los niños (solo ha habido muertes muy raras en niños), sugirió en un principio que se podría alcanzar los objetivos más importantes derivados del distanciamiento físico: salvar vidas y no abrumar los sistema médicos, protegiendo preferentemente de la exposición a los médicamente frágiles y a los mayores de 60 años, y en particular a los mayores de 70 y 80 años. Sin embargo, nada de todo eso sucedió en la práctica.

Que fuese una guerra abierta desde el principio tuvo, y sigue teniendo, profundas consecuencias sociales, económicas y de salud pública debidas al colapso casi total de la vida normal. Han sido duraderas y calamitosas hasta el punto de alterar gravemente el orden económico mundial. Podría decirse que, por combatir la Covid-19, hemos pagado un peaje directo mucho mayor al del propio virus. 

Todos los esfuerzos realizados han servido poco o nada para contener el virus. Los sistemas de salud pública, muy fragmentados y con fondos insuficientes, tuvieron que distribuir sus recursos tan limitados de manera tan amplia, superficial y desordenada que pronto la fórmula devino fracaso. En todos los momentos de la pandemia, el sistema médico se vio abrumado dos veces: una, cuando las personas se apresuraban a hacerse la prueba del coronavirus; y dos, cuando las personas especialmente vulnerables sucumbieron a una infección grave y requerían camas de hospital.

Tan difusa forma de guerra, cuyo objetivo era (merece la pena recordar) "aplanar la curva epidémica" en lugar de proteger a los especialmente vulnerables, hizo que se combatiese el contagio de manera ineficaz incluso cuando se estaba provocando el colapso económico. Y hubo otra responsabilidad que se ha pasado por alto en este enfoque. No se logró frenar la propagación del coronavirus hasta que irrumpieron las vacunas (en su mayoría de ARN mensajero, con sus muchas variantes), pero la discontinuidad de las medidas antivirus no se adoptó jamás en base a criterios claros de seguridad pública. 

La pregunta ahora es: ¿hemos aprendido algo? ¿Estamos seguros de que, ante la próxima (y será inminente) pandemia centraremos nuestros recursos en testear y proteger, de todas las formas posibles, a todas aquellas personas que sean especialmente vulnerables a una infección grave (ancianos, personas con enfermedades crónicas y personas inmunológicamente comprometidas)? ¿Aquellos que den positivo serán los primeros en recibir los primeros antivirales aprobados? Hemos conocido historias conmovedoras y desgarradoras de infecciones graves y muertes por Covid-19 en personas jóvenes o sanas por razones que aún se desconocen, porque todo el estudio genético aún está por hacer. Descubrir a tiempo qué tipo de personas son especialmente vulnerables al virus, permitiría expandir la categoría de riesgo y extender las protecciones. Ya se ha identificado a muchos de los especialmente vulnerables. Pero el sistema médico se ha visto abrumado y comprometido por personas del grupo de menor riesgo que buscaban presas del pánico sus recursos, lo que ha limitado la capacidad de dirigirlos a quienes más los necesitaban. Además, los profesionales de la salud se han visto agobiados no solo por las demandas laborales, sino también por las demandas familiares y sociales. 

El camino seguido ha conducido a un contagio viral descontrolado en las sucesivas oleadas, y un daño colateral monumental a toda la sociedad y toda la economía. Un enfoque más quirúrgico es lo que necesitamos en el futuro. Yo, personalmente, dudo que ningún mandamás haya entendido esto.

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